Elogio del pluralismo sensato

Mientras el cristinismo procuró quedarse con todo el poder, la configuración de la política entre nosotros fue binaria: de un lado, la Presidenta trataba de consolidar un poder pretendidamente omnímodo y, del otro, la oposición la resistía. Pero ahora que el cristinismo ha iniciado, aunque de mala gana, una retirada al parecer inexorable, irrumpe otra configuración del poder que podríamos denominar "pluralista" porque son varios los partidos que aspiran simultáneamente a ocupar el lugar de Cristina. Esta súbita multiplicación de los protagonistas se registró, por ejemplo, en Mendoza, donde triunfó el radicalismo, en alianza con Pro y el Frente Renovador, y en Santa Fe, con la victoria de Pro.


Por Mariano Grondona | LA NACION

Que el país haya pasado de una estructura binaria a otra pluralista es sin dudas un progreso de la democracia, porque será más difícil intentar, a partir de aquí, el retorno del autoritarismo que tanto nos ha tentado a los argentinos. El ideal sería en tal sentido un sistema político de dos, tres o a lo sumo cuatro partidos capaces de rotar en el poder, reflejando así las cambiantes preferencias de sus votantes.
Hay, de todos modos, una considerable distancia entre estos dos sistemas. En tanto uno de ellos se limita a una perspectiva bien limitada, de "A" o "B", digamos, el otro se abre a más alternativas. Pero si el pluralismo se excediera, también podría caer en el caos de la multiplicidad. La elaboración de un sistema de partidos ideal debiera equivaler a una fórmula de sentido común producto de una larga experiencia, en virtud de la cual, los protagonistas evitaran caer en los extremos contraproducentes del autoritarismo y de la dispersión.
La concreción de este ideal intermedio, a mitad de camino entre la gobernabilidad posible en un marco de moderación y de buen sentido, abriría las puertas de la eficacia de la gestión en un país como el nuestro, proclive a los excesos contrapuestos de un idealismo excesivo y de un pragmatismo que a veces linda con el cinismo. Pero, a la vista de nuestra experiencia en esta materia, que exhibe una curiosa mezcla de metas idealistas manchadas al mismo tiempo por el lodo de la corrupción, la prudencia debería guiar nuestros pasos.
Ciertas condiciones, también extraídas de la experiencia y del sentido común, deberían guiarnos. El legislador tendría que soslayar, por lo pronto, la ambición de convertirse en un nuevo Licurgo. Así como el juramento hipocrático prohíbe al médico, por lo pronto, hacer el mal, el legislador contemporáneo debiera esquivar, por su parte, los excesos idealistas. Mejor es lograr, en esta materia, avances mínimos pero seguros antes que saltar a la ansiosa búsqueda de una pretendida revolución. Quizá la guía segura en esta materia todavía sea la sabiduría de Dalmacio Vélez Sarsfield.
Este elogio de un pluralismo sensato tendría que incluir además lo que podría llamarse el minimalismo de una visión en cierto modo escéptica sobre las reformas posibles. Las naciones debieran preferir en esta materia los logros verificables a los encendidos discursos. Lo mejor, después de todo, es el paso bien medido y meditado, que el salto audaz. Estos consejos se parecen más bien a la inspiración de un viejo que a la aspiración de un joven. Pero ¿es que acaso los argentinos somos todavía una nación joven? ¿Qué es lo que distingue en todo caso la mentalidad de los viejos de la mentalidad de los jóvenes? ¿La experiencia? Un joven tiene menos experiencia. Pero ¿a lo mejor la ha aprovechado mejor? La energía juvenil desborda de vitalidad y sale en busca de vivencias aún no comprobadas. Vive al día. Mientras tanto acumula lo que experimenta. Se vuelve gradualmente más sabio. Tiene cada día más memoria.
¿Es posible transferir estas emociones de lo individual a lo colectivo? Cada uno de nosotros, ¿cuánto sabe de sí mismo? Supongamos que vamos a comparar a un francés de cuarenta años con un argentino de setenta años. ¿Quién es más viejo? En la cuenta del francés, ¿cuánto pesan los años de Francia, cuando él, todavía, no había nacido?
A estos temblorosos interrogantes habría que sumar además los que surgirían de la inmensa variedad de los destinos individuales, incluidas las idas y venidas de nuestros sentimientos personales. En última instancia, ¿la vida de cada uno resulta inabarcable? Las personas, las referencias sobre lo que cada uno dijo y pensó en todos sus años de vida, ¿quizá quedan ocultas tras un velo de misterio? Ante todas estas dudas e interrogantes, ¿con cuál de ellas nos quedaremos? Y, sin embargo, nos queda la sensación de que, para bien o para mal, hemos sido los responsables de lo que nos pasó.

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