Corrupción e impunidad, dos males argentinos

Una vez, irritado, Perón dijo que cuando los pueblos se cansan, "hacen tronar el escarmiento". Podríamos traducir escarmiento por castigo ejemplar. Cuando ocurre, el escarmiento induce a quienes lo contemplan a experimentar en cabeza ajena el daño que sufrirían ellos mismos de cometer un entuerto. Su función, por lo tanto, es eminentemente preventiva o, si se quiere, educativa.


Por Mariano Grondona | LA NACION

A la inversa, cuando a un delito no lo sucede un castigo ejemplar, cuando un crimen se queda huérfano del castigo que le correspondería, su orfandad puede inducir a otros a repetir el intento, con la esperanza de obtener otra vez la impunidad. Se habla mucho de corrupción, pero se habla menos de impunidad. Cuando hay corrupción, el transgresor tuerce el sentido de la ley en beneficio propio. Cuando hay impunidad, no recibe el castigo que le correspondería por haberlo hecho o por haberlo intentado.
En este sentido, ¿cuál es el mal argentino? La corrupción es un mal general, y también podría decirse que abunda entre nosotros. La impunidad, en cambio, nos afecta particularmente como la sociedad desorganizada que somos, como una sociedad a la que Rawls llamaría "mal ordenada", en donde más aún que las irregularidades de cada día campearía la desconexión entre el mal que cometemos y sus consecuencias para con nosotros mismos y para con los demás.
Esta observación nos describe a nosotros mismos más que como "individuos" sueltos, librado cada cual a su destino personal, como ciudadanos, como parte de una empresa colectiva. ¿Somos lo uno o lo otro? ¿Qué nos ata más a los demás? ¿Nuestra común condición de argentinos o nuestros lazos familiares o afectivos? Aquí palpita una tensión. Así se llega a una condición que no querríamos tener, pero que nos felicitamos por haber tenido: la guerra, que es una semilla cruel y al mismo tiempo generosa. Trajo, sin duda, sufrimientos pavorosos. Dejó, como herencia, el orgullo de haber participado en ella. Y también la decisión de no volver a ella ligeramente, a la primera oportunidad.
Estamos aquí frente a una contradicción: nos enorgullecemos por las guerras de nuestros antepasados, pero no querríamos repetirlas. ¿En qué quedamos entonces? El precio en sangre que ellos debieron pagar fue muy alto. Lo que nosotros sus herederos obtuvimos a cambio, ¿valió la pena? ¿Cómo se confecciona la contabilidad de la historia?
Pero la introducción de la palabra "contabilidad" sería un error en este balance. Ocurre, por lo pronto, que no hay un solo balance sino muchos, cada cual atado a una perspectiva generacional. Desde el momento que ganó varias veces en el pasado, Estados Unidos ha sido un país ganador. ¿Lo seguirá siendo? Paraguay también fue un país ganador hasta el siglo pasado, cundo la triple alianza de Brasil, Argentina y Uruguay lo descuartizó. El dilema no es tanto, quizás, ganar o perder, sino ser lo que debamos ser, en dirección de nuestra propia esencia.
Y aquí irrumpe otra paradoja. ¿Quiénes somos? ¿Cuál es nuestra verdadera identidad? ¿Podemos aspirar a ser lo que en verdad somos si todavía no lo sabemos? El dilema de nuestra identidad, ¿cuándo se resolverá? ¿A través de qué combates? A lo mejor, el recurso, para responder a estos interrogantes, no es ganar o perder, sino lanzarse en demanda de una respuesta vital. "Argentinos, a las cosas", nos invitó Ortega y Gasset. Allá vamos, confiados en nuestra esperanza.
Las virtudes teologales, sabemos que son tres. Fe, esperanza y caridad. Al fin de esta reflexión, quisiéramos acentuar la esperanza, que mira hacia un futuro por definición incierto. Los países maduros, que ya tienen un pasado cierto, viven como los Estados Unidos en un pletórico presente. Los países de antaño tienen la memoria de lo que ya han logrado, tal como Francia. ¿Y qué nos queda a los países nuevos? Nos queda la esperanza.
Si nos ponemos a examinar lo que nos ha tocado a los argentinos en este reparto imaginario, no nos ha ido tan mal. Tenemos poco pasado. Tenemos un presente apenas incipiente. Somos en consecuencia casi todo futuro. Lo nuestro, recién está por comenzar. Vamos por él. Sería ridículo pretender ese largo pasado del que todavía carecemos. Apenas contamos con un breve presente y un exiguo pasado. Por lo tanto, si aspiramos a ir de lo que somos a lo que debemos ser, es un largo trayecto, pero aún estamos a tiempo.
Así es como se irá articulando nuestro destino nacional. Para ser, las naciones nacen a su propio destino. Un destino único, singular. Una estrella más en el cielo de la historia. Sin agravios con los vecinos, sin forcejeos con los competidores. Como dijo el Papa, por algo nos tocó desempeñar este papel. Por algo y para algo. Para cumplir aquello en virtud de lo cual los argentinos hemos nacido.

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