La tácita admisión de una derrota

Anoche, Cristina Kirchner reconoció de manera implícita una derrota: la de su política económica. Con Guillermo Moreno renunció mucho más que un secretario de Estado. Se fue el único hombre fuerte de su gobierno desde la muerte de Néstor Kirchner y se fue, sobre todo, el autor de una política que dejó la economía en medio de la destrucción y la crisis.Se fue el funcionario que con sus políticas condenó a la Argentina a perder el autoabastecimiento petrolero y la colocó en la necesidad de importar trigo. Moreno es el autor de que el país haya tensado sus relaciones con casi todos los países del mundo, incluidos los que históricamente fueron amigos.


Moreno se ha ido, pero nadie puede asegurar que se terminó la morenización del Gobierno. Más aún: como devoto peronista que es, su predilección es el intervencionismo del Estado en la economía. Ahora, por primera vez desde que se fue Roberto Lavagna, habrá un ministro de Economía con plenos poderes, Axel Kicillof. Una novedad política e intelectual surge de ese relevo: Kicillof le dio una vuelta de tuerca al intervencionismo nestorista que expresaba Moreno. Kicillof es directamente estatista.
Moreno destruyó el Indec que es como destruir el termómetro de la economía) e insultaba a los empresarios, pero no se metía con la propiedad de las empresas. Salvo, desde ya, con la propiedad de Clarín y de Papel Prensa, a los que convirtió en sus enemigos más odiados. Cuenta la leyenda que Moreno detestaba a los medios periodísticos independientes porque le quebraban sus mentirosos relatos a Cristina sobre la marcha de la economía. Los condenó a vivir a pan y agua. Presionó sobre las cadenas de supermercados y de electrodomésticos para que no contrataran publicidad en La Nación, Clarín y Perfil. Gran parte de esas cadenas empresariales necesitan la importación de productos. Moreno era el que autorizaba o no las importaciones. Usó la extorsión como un método cada vez más eficaz.
El viejo peronista tropezó con el peronismo. Poco antes de las elecciones pasadas, la Presidenta le preguntó a un conocido intendente cristinista del conurbano qué podía hacer ella para ayudarlo. "Te pido un solo favor: echalo a Moreno", le contestó el alcalde. Gobernadores e intendentes peronistas pasaban gran parte de su vida en las oficinas de la Secretaría de Comercio para gestionar su autorización a importaciones de insumos industriales. "Nuestras industrias se están parando sin los insumos y nunca ganaremos elecciones con más desocupados", le explicó ese intendente a la Presidenta.Cristina no lo defendió ni lo justificó a Moreno. Le contestó con una evasiva: "No quiero darle su cabeza a la corporación mediática". Poco después cayó enferma, perdió las elecciones en la provincia de Buenos Aires y se agravaron los síntomas de la crisis económica.
A Moreno no lo crucificaron los medios ni los economistas privados, sino el peronismo con liderazgo territorial. Ese fue su fin. Se despidió con una ironía: irá como diplomático a Italia, uno de los países más afectados por su arbitrarias políticas sobre las importaciones. El humor del gobierno de Roma con Moreno es pésimo. ¿Por qué será diplomático el menos diplomático de los funcionarios kirchneristas? El Estado kirchnerista es un capricho constante. ¿O tal vez Cristina aspira a tender un puente nuevo con el papa Francisco? Moreno es católico y papista desde la designación de Francisco.
La presidenta del lunes pronostica, con Moreno o sin Moreno, dos años arduos hasta la conclusión de su último mandato. Podría jugar a la revolución si la Argentina viviera los años del boom sojero, cuando la inflación era un peligro y no una realidad, y cuando las reservas de dólares se acumulaban en el Banco Central. El país que le tocó al final de su ciclo es más austero. La tendencia internacional de las materias primas indica que sus precios se estancaron. La inflación está ya desbordando la paciencia de los argentinos. Y las reservas de dólares no paran de caer, a pesar de cepos y controles propios de hace cuatro décadas.
La designación de Kicillof anuncia nuevas prohibiciones. Se acabará pronto, por ejemplo, la fiesta argentina del turismo en el exterior. Y, por consiguiente, subirán los precios del turismo en el interior. La economía es inmanejable con criterios tan viejos. Kicillof expresa una radicalización de las políticas presidenciales. Enamorado de Marx y de Keynes, el nuevo ministro desprecia la seguridad jurídica y alguna vez dijo, incluso, que podía "fundir a Techint", una de las dos grandes multinacionales argentinas (la otra es Arcor).
Kicillof es el ejemplo más claro de una política que propone un Estado que hurga en la economía privada, y en la vida y en los gastos de los argentinos. Pero es el mismo Estado que carece de inteligencia y de recursos para enfrentar el delito y el narcotráfico. Sucede que el Estado policial sólo es posible con una dictadura. En una democracia, por más tosca que ésta sea, el Estado puede dedicarse sólo a una cosa o a la otra. El Estado kirchnerista prefirió controlar a los ciudadanos en lugar de los criminales.
Los mercados lo recibieron a Kicillof como era previsible, con una notable falta de confianza. Extraña decisión la de Cristina: la desconfianza en la economía era el problema más urgente a resolver, y ella le agregó más incertidumbre. A la Presidenta le importa la ideología, no sus resultados. Kicillof fue el autor de la violenta confiscación de YPF que condena a Vaca Muerta a ser un diamante del petróleo despreciado por los petroleros. No importa.
Nada cambiará. Todo será más cristinista que lo que ya era. La Presidenta no ha hecho ningún esfuerzo para reinventarse como líder de una nación en crisis. Es cierto que Jorge Capitanich tiene más estatura política y experiencia administrativa que Abal Medina. Pero, ¿seguirá siendo como jefe de Gabinete el mismo político que fue como gobernador del Chaco? Ningún gobernador fue más disciplinado a Cristina que Capitanich. Nadie elogió con tanta supuesta convicción todas las políticas presidenciales. Dicen que en la intimidad Capitanich soltaba algunas frases críticas, pero eso importa poco cuando hacía todo lo contrario en su gestión como funcionario.
La Presidenta tiene una autoestima más grande que la que cualquiera puede entrever si quiso, realmente, convertirlo en su delfín. La tarea que le espera a Capitanich es la de poner la cara y el cuerpo a medidas que serán, en la mayoría de los casos, impopulares. El nuevo jefe de Gabinete debería también prenderle una vela a cada santo para que no estalle ninguna impugnación que lo afectara moralmente. Hay antiguas sospechas sobre sus manejos de los dineros públicos.
Párrafo aparte merece la frivolidad mezclada con la épica revolucionaria. La primera aparición de Cristina fue más propia -por qué ocultarlo- de Susana Giménez que de la presidenta de la Nación. Pero las formas del regreso presidencial, en medio de muchas superficialidades, encerraron claros mensajes políticos. Subrayó por televisión que el hermoso cachorro que tuvo en sus brazos era un regalo venezolano y que lo llamó Simón, en homenaje a Simón Bolívar. Dijo que recibió miles de flores, pero escogió para su estreno un ramo de rosas que le envió Hebe de Bonafini, una de las más excesivas dirigentes del cristinismo. Leyó sólo dos mensajes de la multitud de mensajes que recibió, ambos de jóvenes militantes.
Cristina no hace nada, mucho menos en público, que no deba leerse en clave política. Mayor compromiso con el ala bolivariana latinoamericana que lidera Venezuela. Insistencia en el populismo juvenil, que le ha servido, sin duda, desde la muerte de Kirchner. Simpatía hacia los sectores oficialistas que creen que se puede bajar de Sierra Maestra saliendo de las cocheras de Puerto Madero.

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