Violencia entre victorias y derrotas

Sergio Massa podría haber muerto en La Matanza. Es la conclusión de lo que sucedió, pero, sobre todo, de lo que podría haber sucedido. El ataque con gomeras fue sólo una emboscada para desviar la columna del candidato hacia un territorio aún más feroz. Massa no modificó el trayecto de su caravana y evitó así, sin saberlo, una tragedia.


Por Joaquín Morales Solá | LA NACION

Esa brutalidad política puede analizarse desde la perspectiva electoral, que no ha hecho más quefavorecer a Massa . Pero merece también una reflexión sobre los trazos violentos que existen bajo las apariencias de una sociedad pacífica.
El kirchnerismo sabe que va a perder. No se equivoca. Massa superaría al cristinismo el 27 de octubre por 11 puntos, según la encuesta de Poliarquía que publica hoy LA NACION.
Ampliaría su ventaja en más de cuatro puntos con respecto de las elecciones primarias de agosto. Expolió de votos a Francisco de Narváez, porque Massa cumple ahora, simplemente, el rol que le tocó a aquél en 2009. El acierto más comprobable de Massa es el de haberse presentado como una alternativa anticristinista en el momento oportuno. Es cierto que también ha hecho otras cosas, como anunciar proyectos que presentaría como diputado, pero nada superó aquella precisión en la elección de la circunstancia. Esa condición de alternativa, justo cuando sucede la decadencia, es lo que provoca la furia del cristinismo contra Massa. El sustrato de violencia, verbal sobre todo, que siempre existió en el kirchnerismo, impulsó el resto.
El resto no fue poco. El proyectil de plomo que le pegó a Massa en el pecho, en La Matanza, podría haberlo dejado sin un ojo o sin la vida por una diferencia de pocos centímetros. El caso es todavía peor cuando se conocen algunos testimonios que ya se hicieron ante la Justicia. El ataque con gomeras fue un ardid para cambiar el rumbo de la caravana. En el camino alternativo lo esperaban a Massa con armas de fuego. Estaba preparada la puesta en escena de un supuesto enfrentamiento entre bandos contrarios. No se conocen más detalles. El massismo ha rodeado a los testigos de una densa malla de protección. Teme por ellos.
¿Quién fue el instigador? Creemos que fueron grupos que querían quedar bien con el kirchnerismo. Creemos, pero no lo sabemos, dicen muy cerca de Massa. Absuelven de la sospecha al intendente de La Matanza, Fernando Espinoza, y apartan categóricamente de los hechos al gobernador Daniel Scioli. Sería un Scioli que no conocemos y lo conocemos bastante, precisaron. Puede explicarse la generosidad con Espinoza. Gran parte de los intendentes supuestamente kirchneristas trabaja ya sólo para conseguir su propia mayoría en los concejos deliberantes locales. ¿Recomiendan votar por Cristina o por Massa? Por el candidato que la gente quiera, siempre que vote por los concejales del intendente. Pragmatismo peronista. Importa el poder, no la lealtad.
El barrio de La Matanza donde sucedió la agresión a Massa es donde reina Luis D'Elía como un monarca del suburbio. El mismo día en que sucedió la violencia, D'Elía la justificó con argumentos ideológicos que sólo delataban a su autor. No hay ninguna prueba, no obstante, que conduzca a D'Elía. Dicen que Cristina Kirchner se enfureció con el pintoresco caudillo matancero y mandó decirle que se rectifique. Se rectificó. Pero D'Elía forma parte de la subcultura violenta que creció a la sombra del kirchnerismo. Supuestos principios antiimperialistas justifican lo bueno, lo malo y lo insoportable. Como el antisemitismo. El domingo de las elecciones de agosto, los votantes del barrio de D'Elía debieron cruzarse con dos o tres punteros antes de llegar a los lugares de votación. Les preguntaban por quién votarían. Los ciudadanos eran insultados o maltratados cuando se escudaban en la condición secreta del voto.
No fue sólo La Matanza. Una semana antes, en Lomas de Zamora, el territorio de Martín Insaurralde, Massa no pudo entrar por la puerta principal a la universidad de ese municipio. Un grupo de militantes kirchneristas quemó neumáticos en el acceso central de la casa de estudios, donde el candidato dio una conferencia invitado por el rector. Massa debió ingresar a la universidad por una puerta lateral. En la misma Lomas de Zamora, el alcalde de Tigre tropezó antes con piqueteros, también identificados como kirchneristas, que le impedían avanzar a su caravana.
Massa se envalentonó anunciando que sólo pensaba en regresar a La Matanza. El anuncio fue prematuro, porque todavía no conocía los detalles más salvajes de aquella agresión. Ahora hay un debate interno sobre la conveniencia -o no- de volver al municipio más poblado y desigual de la provincia de Buenos Aires. No podemos dar señales de temor, dicen algunos. Tampoco podemos correr el riesgo de la seguridad física, replican otros. Un país vive una situación más grave que sus engañosas apariencias cuando se plantea una discusión política de esa naturaleza.
La violencia está en una parte de la sociedad argentina. Seguramente es una parte minoritaria, pero se trata de minorías iridiscentes que muchas veces logran sus objetivos. La ocupación de colegios porteños, en reclamo por una reforma educativa del gobierno nacional que ni siquiera se aplicó todavía, fue apoyada por una asamblea de padres. ¿De cuántos padres? Fueron unos 100 padres de alumnos del Colegio Nacional de Buenos Aires. Hay unos dos mil padres de estudiantes de ese colegio. Los que no fueron seguramente no estaban de acuerdo con la ocupación. De hecho, muchos estudiantes abandonaron los colegios porteños ocupados hace dos años durante varios días. Se fueron de la escuela pública a la privada. También entonces los alumnos fueron apoyados por una minoría activa de padres. Muchos de esos padres se han propuesto transmitirles a sus hijos sus propias y frustradas agitaciones de juventud.
Esta vez hubo una profanación que carece de cualquier explicación. Un grupo de estudiantes ocupó, destruyó e incendió parte de la parroquia más antigua de Buenos Aires, la de San Ignacio de Loyola. El problema era por una reforma de la educación secundaria dispuesta por el gobierno de Cristina Kirchner. No había ningún reclamo a la Iglesia, aunque ningún reclamo hubiera justificado la profanación de un templo. Fue un injusto agravio para millones de personas que tienen fe y que profesan no sólo la religión católica, aunque ésta haya sido la más ultrajada. Es más que probable que los estudiantes que cometieron semejante vandalismo no hayan conocido ni siquiera el valor simbólico adicional de esa iglesia. Está dedicada al santo, Ignacio de Loyola, que fundó la orden de los jesuitas a la que pertenece el papa Francisco.
La violencia se desata cómo puede y dónde puede. La campaña electoral en la Capital es pacífica, tal vez porque los porteños están eligiendo entre alternativas claramente diferentes. Las luchas son más violentas cuando provienen del mismo tronco partidario, como sucede en Buenos Aires. Pero la violencia no deja de marcar su presencia en la Capital. Una sensación de que todo es posible, y de que todo será finalmente impune, parece haber conquistado a una parte de la sociedad argentina.
Los gobernantes hablan y actúan desde hace diez años como si siempre pudieran hacer lo que quisieran. Las costumbres sociales fueron contagiadas de esa cultura política. La retórica oficial tiene una enorme carga de confrontación. La violencia, que es la consecuencia del fanatismo verbal, tiene las puertas abiertas.
La peor herencia del kirchnerismo será la de esa sociedad sin límites ni medidas. Una sociedad acostumbrada a la violencia del discurso y de los hechos. Cristina Kirchner no deja pasar ni un día sin referirse violentamente a los periodistas. Ella llegó a la conclusión de que no perdió ni perderá por los muchos errores de su gobierno, sino por la prédica del poco periodismo independiente que va quedando. ¿Cuánto falta para que la violencia tome como presa a algún periodista o a algún medio? ¿Cuánto, para que el gobierno se lamente, tarde y mal, por algún hecho trágico que habrán provocado sus propias palabras?
El atentado a Massa es superior al propio Massa. La profanación de un templo es mucho más que la alegre rebeldía de estudiantes atolondrados. Son avisos para indiferentes. Señales cabales de graves conflictos sociales, que resaltarán más allá de un domingo próximo de victorias y derrotas.

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