Política de tierra arrasada

El asedio al Poder Judicial es, al mismo tiempo, un diagnóstico y un pronóstico. Cristina Kirchner está reconociendo, sin quererlo tal vez, que es una política derrotada de antemano. Derrotada, al menos, en los grandes distritos del país, sobre todo en la provincia de Buenos Aires. La persecución a los jueces es una ruptura más profunda aún con los sectores medios de la sociedad, sensibilizados últimamente por el desastre institucional.


Por Joaquín Morales Solá | LA NACION

Ya ni la ilusión de una improbable reelección parece atrapar a Cristina. El presagio consiste en que le aguardan al país dos años, gane o pierda la Presidenta, de sucesivas crisis políticas bajo una estrategia de tierra arrasada. La venganza o el resentimiento sucederán a la victoria o a la derrota.
Cristina cree que todavía puede cambiar la opinión social. No se explica de otra manera que le esté haciendo a Sergio Massa el enorme favor de instalarlo como el político que más detesta. Es el santo y seña que necesita el antikichnerismo para acudir en apresurado apoyo de Massa. Ya le pasó a Néstor Kirchner, en 2009, cuando lo hizo perseguir judicialmente a Francisco de Narváez; éste duplicó su caudal de votos en pocas semanas. A Massa le viene bien esa ayuda inconsciente del cristinismo porque De Narváez está tratando de instalarlo como un candidato muleto del oficialismo.
Es imposible imaginar a Massa como un político consentido por Cristina. Tampoco él ha hecho nada para buscar el beneplácito presidencial. Confeccionó una lista de candidatos decididos a derrotar a la oficialista, llena de cristinistas fanáticos, como Carlos Kunkel, Diana Conti o Carlos "Cuto" Moreno. Estos son el corazón de lo que queda de un oficialismo cada vez más sesgado. Conforman a la Presidenta, pero tienen más talento para expulsar votantes que para atraerlos.
Es posible, sin embargo, explicar la desesperación presidencial y la de De Narváez. Varias encuestas hechas la semana pasada indican que Massa está a unos diez puntos por encima de Cristina (de Martín Insaurralde está mucho más lejos) y que relegó a De Narváez a un tercer y lejano puesto. Casi todos los encuestadores están seguros de que Massa ganará con una ventaja de, por lo menos, entre 4 y 6 puntos. ¿Solución? Está en el primer capítulo del manual kirchnerista: el apriete a los punteros bonaerenses del massimo, que ya empezó. El fenómeno político de Massa es él, no los punteros. Pero no hay un segundo capítulo kirchnerista para resolver estos conflictos. Todo se consume en la presión y el apriete. Aunque Massa prefiere una estrategia de moderación, tarde o temprano la Presidenta lo obligará a subir al ring. A pelear cara a cara con ella. El kirchnerismo, en ninguna de sus versiones, jamás dejó crecer ninguna semilla de moderación.
Ser inmoderados es una cosa. Otra cosa, mucho más grave, es el acoso a la Corte Suprema, porque significa el desbordamiento de un estilo político y la ruptura en los hechos del orden político y constitucional. En el pasado fin de semana largo, el presidente de la Corte, Ricardo Lorenzetti, se enteró en su natal Rafaela, en Santa Fe, que la AFIP había ordenado desde Buenos Aires el análisis meticuloso de todas sus declaraciones juradas, las de sus dos hijos (sobre todo, la del mayor, un abogado de 29 años que se puso al frente del estudio jurídico familiar) y del director general de administración de la Corte, Héctor Marchi, también de Rafaela. Lorenzetti presentó en Rafaela sus declaraciones juradas impositivas desde 1980. Nunca antes, aseguran a su lado, había tenido ninguna sospecha ni alerta de pesquisas impositivas sobre su persona.
El lunes volvió preocupado a su despacho. El caso exponía una persecución personal que iba más allá de cualquier vaticinio previo a la resolución del tribunal que derrumbó la reforma cristinista al Consejo de la Magistratura. La Corte había hecho una evaluación de las consecuencias de esa decisión, pero se esperaban respuestas políticas, no personales. El martes, Lorenzetti contó la novedad al resto de los jueces de la Corte. Sus colegas le pidieron que hiciera una advertencia directa a la Presidenta, porque el caso podía terminar en un mayúsculo escándalo institucional. Nadie sabe, cerca de los jueces, si Cristina atendió ese teléfono.
Seguramente no, porque prefirió encerrase en sus fobias, que es lo que suele hacer cada vez que está furiosa. Dos funcionarios de la Corte (Marchi, entre ellos) visitaron el miércoles a altos funcionarios de la AFIP para averiguar sobre la versión que había recibido Lorenzetti. Les fue confirmada verbalmente.
La Corte recibió otra información, además. Un equipo especial de inspectores de la AFIP trabaja exclusivamente en tareas de persecución política, de venganzas personales y de seguimiento a enemigos potenciales o reales. Los jueces conocen el nombre de su jefe. Este equipo es el que libró la orden de hurgar en las declaraciones juradas de Lorenzetti poco después de que la Corte tumbara la parte sustancial de la reforma judicial. El secreto fiscal, al que el Estado está obligado por la ley, es una garantía que murió en este país.
El Gobierno no considera necesario ni siquiera el disimulo. Dos días después de que trascendiera la persecución a Lorenzetti, el ultracristinista Kunkel presentó un proyecto por el que el Consejo de la Magistratura se llevará todos los recursos del Poder Judicial. El viejo acuerdo entre la Presidenta y Lorenzetti fue barrido de un solo golpe. Cristina dio su palabra asegurando que los recursos de la Justicia seguirían bajo administración de la Corte cuando los máximos jueces del país le anunciaron que, en caso contrario, renunciarían en bloque. La Presidenta ha olvidado también el valor que debe tener la palabra en boca de un político.
El asunto es más complejo de lo que parece. Según la Constitución, es la Magistratura, en efecto, la que debe administrar esos recursos. Pero el Consejo es un organismo político, donde prevalece la voluntad de la mayoría provisional. Esa condición le impide muchas veces tomar cruciales y rápidas decisiones administrativas. Por eso, hace varios años, firmó un convenio con la Corte por el que le transfirió a ésta la administración del dinero del Poder Judicial. Es la política que ahora quiere destruir Cristina por medio de sus diputados. Si triunfaran, en adelante los jueces de la Corte no podrán cobrar ni sus sueldos. Es difícil que triunfen: ese asunto ya fue tratado con la reforma judicial, y el Congreso no puede tramitar una misma cuestión dos veces en un mismo año parlamentario. Pero, ¿importan al cristinismo esos obstáculos legales? No, según su radicalizada deriva autoritaria. La Corte no se salvó ni siquiera de una manifestación de jueces, tan pocos como increíbles, mezclados con organizaciones políticas kirchneristas. Hasta incluyeron teatralizaciones ofensivas y discriminatorias de los jueces de la Corte. Con el inverosímil festejo de otros jueces. Son las fracturas que consigue el cristinismo.
Otra parte del proyecto de Kunkel no tiene raíz constitucional. Es la que transfiere al Consejo el manejo del personal: la incorporación, los ascensos y las medidas disciplinarias de los empleados judiciales. Son facultades significativas para el poder de la Corte. El proyecto de Kunkel elimina de la ley, incluso, el porcentaje del presupuesto judicial que le corresponde a la propia Corte. La penuria económica es la condena, el mismo castigo que el kirchnerismo les asestó siempre a todos sus enemigos. Sólo una estirpe tan vorazmente interesada en el dinero puede suponer que la falta de dinero es el más salvaje escarmiento.
Entre tantos desquicios institucionales, algo sucede este domingo dentro de esta página. Es la última que compartiremos con Mariano Grondona, que seguirá escribiendo en LA NACION. Durante dieciséis años, que es el tiempo que convivimos en esta sección dominical, los dos respetamos sanamente nuestra independencia de criterios y nuestras respectivas formaciones profesionales. Los artículos de Mariano Grondona expresan siempre una inusual mezcla de periodismo y solvencia intelectual. A partir del próximo domingo, compartiré esta página con un querido y admirado periodista, Jorge Fernández Díaz, que es también uno de los mejores escritores de la Argentina actual.

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