Radiografía de la decadencia económica

La Argentina padece dos males , uno económico y el otro político. Empecemos por el mal económico. El mal económico argentino no es la persistencia de la inflación, sino la resignación ante la persistencia de la inflación , una actitud que envuelve tanto al Gobierno como a vastos sectores de nuestra sociedad y en la cual sólo nos acompaña Venezuela en América latina. Los demás países latinoamericanos padecen una inflación anual de un dígito y ésta es la prueba de que combaten en serio la inflación. Cuando un país combate en serio la inflación, padece una inflación anual de un dígito. Cuando no la combate, cuando se deja llevar por ella, puede caer en hiperinflación. Cuando la combate a medias, sufre una inflación que oscila alrededor del treinta por ciento anual. Éste es, hoy y aquí, el caso argentino.



La estación intermedia entre la inflación de un dígito y la hiperinflación no consiste, por cierto, en una meseta plana, sino que admite convulsivas variaciones que van desde la búsqueda obsesiva de la estabilidad de precios hasta la alarma ante la proximidad inminente de la hiperinflación, sin que estos dos extremos terminen de instalarse, el primero porque la convicción antiinflacionaria cede al fin ante el hábito inflacionario y el segundo porque la alarma ante la hiperinflación genera la aparición de un presunto salvador al estilo de Alsogaray o de Cavallo, aunque no por suficiente tiempo. Un país de inflación intermedia se caracteriza por la sucesión de breves períodos convulsivos de mayor o menor inflación, sin que consiga instalarse en ninguno de ellos. Cuando hablamos de una "inflación intermedia" como la que padecemos los argentinos hoy, pues, ese 30 por ciento anual que nos define no es, como decíamos, una "meseta", sino apenas el "promedio aritmético" de nuestras convulsiones.
De más está decir que la inflación intermedia que nos caracteriza impide el desarrollo económico, que es un proceso de largo plazo, de "décadas" antes que de "años". El "viento de cola" de los altos precios internacionales que sopla en favor de nuestra producción agropecuaria, sobre todo de la soja, desde hace más de una década, por supuesto que ayuda, pero, dado que la cifra clave, que es nuestra alarmante proporción de pobres, no cede, mal podríamos decir que estamos avanzando.
El segundo dato que debiéramos computar es la extraordinaria duración de nuestro mal económico. ¿Cincuenta años, algo más de medio siglo? La cifra impresiona, pero si pensamos que el mal de la inflación arrancó en los años cuarenta, esta cifra, no por impresionante deja de ser verídica. Hace más de medio siglo que la Argentina, como consecuencia, ha venido retrocediendo en el concierto de las naciones. Hacia los años veinte del siglo pasado, nuestro país figuraba entre los más prósperos del mundo, por delante de países como Alemania o Japón. Pero a estas alturas de los acontecimientos, no sólo las naciones europeas y algunas asiáticas, sino también parte de las latinoamericanas nos han pasado. ¿Es exagerado entonces hablar de la decadencia económica de la Argentina ?
¿Debiéramos decir "de la Argentina" o "de los argentinos"? La pregunta es válida porque una enfermedad crónica como la que estamos describiendo no podría haberse concretado sin el consenso recurrente de nuestros gobiernos y de nuestro pueblo. Incapaces de mantener una firme convicción antiinflacionaria a lo largo del tiempo, ¿no hemos querido los argentinos vegetar en lo que venimos de definir, quizá con un sesgo benevolente, como una "inflación intermedia", entrando y saliendo de continuo de ella sin que el pueblo ni los gobiernos se animaran a renunciar a ella de una vez por todas, como el adicto que quiere un día y no quiere al día siguiente decirle "adiós" a su adicción?
La decisión reciente del Gobierno de congelar los precios por 60 días, hasta el 1° de abril, se inscribe en este contexto. Lo predecible, ¿es acaso que el 1° de abril renacerá la añorada estabilidad? ¿O el vicio que hace medio siglo nos acosa se las arreglará para volver cuando venza aquel plazo?
Los argentinos, ¿queremos o aborrecemos, en resumidas cuentas, a la inflación? Aceptar que en el fondo la queremos nos daría vergüenza, pero cuando llega el momento de abandonarla resueltamente, nos inclinamos ante ella. Se aplica aquí el dicho del poeta Ovidio: "Apruebo lo mejor; a continuación, hago lo peor". Los argentinos reconocemos que la inflación persistente es mala, pero en los hechos la seguimos albergando. Ella se instaló entre nosotros porque ofrecía engañadoras ventajas que más adelante, cuando fueron desenmascaradas, ya habían echado raíces. Al Estado parecía convenirle la inflación porque acrecentaba los recursos fiscales para atender al creciente gasto público mediante la emisión descontrolada. Los comerciantes podían aumentar sus precios impunemente, sin que los consumidores se rebelaran. Los sindicalistas veían crecer su influencia a través de las negociaciones paritarias. Los empresarios cedían en los sueldos y los trasladaban a los precios. Todos ganaban pero, en el fondo, todos perdían. Aspiraban a mejorar o al menos a conservar su porción de la torta, sin advertir que, entre todos, la estaban reduciendo a la modesta dimensión de un alfajor.
Dos argumentos vinieron a reforzar nuestra mentalidad inflacionaria. El primero es la afirmación de que, en cantidades moderadas, la inflación estimula y hace bien. Es un argumento parecido al que recomienda consumir drogas, siempre que sean blandas. Este argumento ignora que la inflación, aun en pequeñas dosis, es adictiva.
El segundo argumento tiene que ver con una teoría a la que podríamos llamar la teoría de la excusa. John Kennedy lo reconoció al día siguiente del desastre de la Bahía de Cochinos cuando dijo que "la victoria tiene muchos padres, pero la derrota es huérfana". Como resultado de sus derrotas constantes frente a la inflación, la Argentina se ha convertido en un "país perdedor", a la inversa de otras naciones con mentalidad ganadora como los Estados Unidos o Brasil. Lo característico de un país perdedor es que, en él, "ganar" es por lo pronto librarse del estigma de la derrota, a la que intenta cargar sobre sus rivales. Tata Yofre escribió un libro cuyo título era Yo no fui . Si yo no fui, el perdedor viene a ser mi rival, ya que el significado literal de "excusa" es ex causa, "la causa de mis males está afuera", porque en un país de perdedores, la victoria consiste por lo pronto en adjudicar la responsabilidad por la derrota frente a la inflación a mi rival. Culpar por la derrota al rival equivale, en los países a los que les va mal, a esa victoria relativa que es la única a la que pueden aspirar.
¿Cómo podríamos los argentinos superar el laberinto inflacionario que nos tiene acorralados? Por arriba . ¿Qué quiere decir esto? Que sólo un gran acuerdo nacional para luchar de veras contra la inflación podría liberarnos de ella. Un gran acuerdo que podría convocar el Gobierno, pero que sería de todos, sin que nadie pretendiera monopolizarlo, una suerte de "Pacto de la Moncloa" como el que firmaron todos los partidos políticos españoles en 1977, sin que ninguno de ellos cargara en exclusiva con todo su peso ni se llevara en exclusiva toda su gloria. Gobernantes y opositores, ¿seríamos capaces de semejante hazaña? Ella exigiría en todo caso que a la formación de un frente nacional contra la inflación se sumara una convergencia destinada a superar el encono y la división política que aún nos embargan. Así saldríamos de la otra decadencia, esta vez política , que también nos cerca al lado de la decadencia económica. Pero ésta es otra historia.

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