Una toma de decisiones enfermiza

Historicamente el poder político en la Argentina se ha atenido a una forma de liderazgo vertical, con un muy bajo nivel de rendición de cuentas institucional. Esta situación parece haberse intensificado en los últimos años, con la particularidad de que el proceso de toma de decisiones se ha centralizado aún más en un núcleo herméticamente cerrado.




La forma en que se formulan y adoptan las políticas públicas sobre los temas de relevancia nacional produce, así, un alto grado de incertidumbre, tanto hacia adentro como hacia afuera del sistema político.

Este tipo de esquema, que posee un paralelismo con el modelo de democracia delegativa que caracterizó el recordado politólogo Guillermo O'Donnell, genera graves inconvenientes en el funcionamiento diario de la gestión, dificultando la resolución de los problemas que nuestro país enfrenta.

La centralización y la falta de diálogo que rodean la toma de decisiones llevan a que debamos considerar dimensiones ajenas al espectro político para establecer un análisis del escenario. Así, el estado anímico o el humor de aquel que debe decidir pueden resultar, en no pocas ocasiones, más importantes para comprender una medida que los razonamientos, oportunidades, beneficios y contrariedades que el análisis de esa decisión debería acarrear.

Deberemos rescatar principios y teorías más cercanos al psicoanálisis que a la ciencia política, la economía o cualquier otra ciencia social cuyo campo de acción comprenda un universo más allá de la subjetividad del que manda para comprender los procesos decisorios propios del gobierno kirchnerista.

Esto genera no sólo un empobrecimiento político, sino que también impide la construcción de un sistema previsible, que nos ofrezca garantías sobre la continuidad de elementales reglas de juego.

La restricción decisional del Estado y sus componentes se ha gestado utilizando la prepotencia y el miedo como herramientas para encauzar a aquellos agentes díscolos que hayan esbozado iniciativas de acción independientes sin haber realizado la consulta correspondiente. Que el temor se haya convertido en una forma de gobernar demuestra una cosa por sobre todo: el gran temor que siente aquel que conduce.

El culto del secreto es la contracara de los sentimientos persecutorios que pone de manifiesto día tras día la presidente Cristina Fernández de Kirchner. Ese hermetismo pretende que nadie, ni siquiera los más próximos, sepa qué puede ocurrir o qué se va a anunciar desde lo más alto del Gobierno para evitar filtraciones hacia un enemigo que, se supone, siempre está maquinando en contra del propio grupo. La fobia presidencial por las reuniones de gabinete tiene una de sus raíces en esa pretensión de garantizar la confidencialidad absoluta por temor a que los planes e ideas que se están elaborando -si es que existen- puedan llegar a conocimiento de la otra trinchera. En otras palabras, el bloqueo a la circulación de información es propio de un gobierno que entiende estar en estado de guerra.

No debería llamar la atención esa cultura en dirigentes que, como Cristina Kirchner y muchos de sus acólitos, no entienden la vida pública como un ejercicio superior de la ciudadanía, sino como militancia, con lo que esa palabra supone de lucha y violencia.

Es comprensible que un gobierno que exalta con cierta melancolía a las organizaciones más o menos combativas de los años setenta reproduzca algunos rasgos de comportamiento de aquellos grupos. En esos grupos las decisiones eran siempre tomadas por unos pocos, no existían reglas asociadas a lo democrático, la estructura era piramidal y el sigilo, un bien apreciadísimo.

Sin entrar en la discusión acerca de los rasgos autoritarios de esa forma de practicar el poder, es curioso que se pretenda trasladar ese método a la conducción de la administración.

Pero esta forma de gestionar el Estado no es curiosa sólo por su extravagancia. Hay otra peculiaridad que no puede dejar de asombrar: la incoherencia entre el estilo de gestión y lo que la propia Presidente defiende en sus discursos. Es decir, resulta asombroso que alguien que ha manifestado casi hasta el cansancio su voluntad de mejorar la calidad institucional y ha reiterado su empeño en democratizar la palabra e ir en contra de cualquier monopolio informativo no pueda realizar ese sueño ni siquiera en el círculo de sus allegados.

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